LA MITRA
DE HIERRO ARDIENTE
Don Bertrán de Castro, conde de Lemos,
fue llamado por su señor, el rey don Alfonso
(Alfonso X el Sabio), para que acudiera con sus gentes a luchar contra los
moros.
Don Bertrán convocó a todos sus amigos y vasallos, y en tanto estos se
reunían y disponían para la marcha, se
acercó al convento de San Vicente del
Pino, que estaba cerca de su castillo de Monforte. El conde de Lemos
se hizo anunciar al abad don Ramiro,
quien al momento fue a recibirle.
-Vengo -dijo el conde-
para deciros que tengo que partir para la guerra; y como mi ausencia puede
durar mucho tiempo, vengo a pediros un gran favor.
-Decid,
conde.
-Bien
sabéis que soy viudo. Mi hija, Elvira, queda encomendada a doña Berta, su aya.
Pues bien: vengo a rogaros que miréis por ella. En vos pongo toda mi confianza.
-Id
tranquilo, conde.
Desde entonces el abad
del Pino no dejaba de ir cada día
por el castillo de Monforte, y
mientras anduvo el conde peleando por los campos de Andalucía contra los infieles, don Ramiro se interesaba porque todo marchara bien en el pazo y la
condesita doña Elvira no se
entristeciera pensando en los peligros que corría su padre, o en la soledad en
que se encontraba sin aquel.
Algunas veces, cuando
don Ramiro miraba a Elvira, brillaba una luz extraña en los
ojos y el pecho le palpitaba como si en él se agitasen las olas del mar; pero
la joven no se apercibía de tal cosa.
Por fin, un día
llegaron noticias al castillo de que el conde regresaba. Pero en Monforte nadie sentía alegría por su
llegada, sino que, por el contrario, las gentes se mostraban tristes, como
desfallecidas, y hasta en los ojos de algunos viejos servidores del castillo
brotaban las lágrimas.
Cuando el conde don Bertrán llegó con sus huestes,
resonaban en el monasterio del Pino
pausadas campanadas que anunciaban muerte. Sus criados y pajes, con el alcaide
del castillo al frente, no acogieron a su señor con las muestras de alegría
acostumbradas. Doña Berta, la aya de
Elvira, se arrojó sollozando a los
pies del conde.
Con un horrible
presentimiento, el conde gritó:
-¡Elvira!
¿Dónde está Elvira, la luz de mis ojos?
-Elvira
ha muerto -murmuró
conmovido don Lope, el alcaide.
Y todos juntos
encamináronse al convento, donde en aquellos momentos se celebraban las exequias
de la condesita, que había fallecido el día anterior.
El conde lloraba como
un niño. En balde el abad don Ramiro
y los caballeros que le acompañaban trataban de consolarlo. No había sosiego, tranquilidad
ni consuelo para el noble guerrero, que sentía clavado en su corazón aquel
cruel e inesperado martirio en cambio de la alegría que esperaba hallar.
A partir de aquel día
el conde don Bertrán se volvió
huraño y hosco. Ya no recorría sus tierras en placenteras cabalgadas, ni empuñaba
los halcones en su mano enguantada para cazar urogallos, palomas torcaces y
perdices. Se sentaba en los poyales ante el ajimez de la torre y desde allí
miraba, sin ver, la lejanía, sin contemplar las bellezas de la campiña por
donde serpenteaba el río Cabe y
reverdecían las ubérrimas vides y las frondosas arboledas.
Una tarde se acercó a
don Bertrán el paje Mauro. Iba descompuesto, descolorido,
tembloroso.
-Señor,
señor, tengo que deciros una cosa.
-Pues
habla
-murmuró el conde sin
prestarle atención.
-¡Doña
Elvira ha muerto envenenada!
-¿Qué
dices? -exclamó
el conde, irguiéndose estremecido.
Los ojos
centelleábanle-. ¿Quién te ha dicho tal?
-Doña
Berta, que, como usted bien sabe, yace encamada y cree que se va a morir.
-¿Dónde
está? ¡Llévame en seguida a su lado!
Pero cuando llegaron
ya doña Berta no era de este mundo.
-¿Quién
fue, quién fue? -gritaba
el conde enloquecido, sacudiendo el cadáver de la vieja-. ¿Por
qué no me lo has dicho?. ¿Es que has
sido tú misma, maldita?
-Ella
habló del judío de Gurrias -se atrevió a decirle Mauro y más. Murmuro
con miedo de don Ramiro, el señor abad.
-¡El abad
don Ramiro!
Don Bertrán hizo que le llevaran a Gurrias, un viejo judío que componía
brebajes y medicinas y, entre amenazas y promesas, el judío confesó que el
abad, que sentía una pasión insensata por la hidalguita, no logrando ver
satisfechas sus ansias, acudió a él para pedirle un bebedizo. El judío dijo que
solamente le había preparado un jarabe dulce que no tenía peligro alguno; pero
como aquello no resolvió las dificultades de don Ramiro, este volvió a pedirle un brebaje que la adormeciera. Llegó
a decirle que le haría quemar vivo si no le daba lo que le pedía. Ante aquello,
el hombre le dispuso otra bebida; pero recomendándole mucho cuidado en la
manera como habría de usarla.
Después... se enteró
de que la condesita había muerto... ¿Qué hacer?
-Está
bien. Vete –
dijo don Bertrán. Y le dejó ir para
que don Ramiro no sospechara nada.
Pasó algún tiempo,
hasta que un día el conde envió invitación a todos sus parientes, a los
hidalgos amigos y a don Ramiro el abad.
Quería dar su despedida a todos, pues se sentía viejo y enfermo, y así, por
última vez verlos a su lado.
En el principal salón
de la torre estaban dispuestas grandes mesas cubiertas con ricos manteles y espléndida
comida que fue regada con los mejores vinos de Amandi y de los Peares.
Al terminarse el
festín, se irguió el conde y puesto en pie, dijo:
-Todos
habéis sido buenos conmigo acudiendo al llamamiento que os hice; a todos os lo agradezco.
Y os lo agradezco más porque quiero que sepáis una cosa y que presenciéis su
consecuencia natural: mi hija Elvira fue envenenada.
-¡Envenenada! -repitieron los convidados con
espanto y dolor.
-¡Envenenada,
sí! -prosiguió
el conde-; pero
el hombre ruin que por un puñado de monedas preparó el brebaje ya pagó su culpa.
Podéis verlo, si queréis, colgado de una almena del castillo. Fue Gurrias, el
judío.
El abad se agitó en su
asiento, pálido y sudoroso. El conde, dirigiéndose a él, continuó:
-Mi señor
abad don Ramiro, no os alteréis. El crimen pedía justicia. ¿No os parece que
tenía el deber de hacerla? Pero a vos, en quien he fiado; a quien encomendé a
la hija de mi alma, y que fuisteis traidor y desleal y, pretendiendo
deshonrarla, le habéis dado un veneno que le produjo la muerte, ¿cómo he de
premiar vuestros desvelos?
Y volviéndose hacia
dos peones que estaban a un extremo de la sala, exclamó:
-Mis
trompeteros, ¡dad la señal de la fiesta!
El sonido de las
trompetas llenó la sala y, mientras entraban algunos hombres de armas, pasaron
dos criados que portaban una gran bandeja en la cual refulgía una a modo de
mitra de hierro ardiente.
Don Bertrán dijo
entonces:
-Abad don
Ramiro: vuestro proceder me ha movido a premiaros cual merecéis, haciéndoos regalo
de esta mitra.
Y entre tanto unos
sujetaban el abad despavorido, otros cogieron con grandes tenazas la ardiente
mitra de hierro y se la pusieron en la cabeza.
No hay que defraudar a quien da la confianza.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega
Fotografías
en :
http://alianzagalega.blogspot.com.es/
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