LA CUEVA DEL REY CINTOULO (I)
La cueva del rey Cintoulo, que está en Supena, feligresía de Argomoso, cerca de Mondoñedo, tiene mucha nombradía y sobre ella hay muchas leyendas.
Estas leyendas son casi todas de hadas, encantos, tesoros y magos o gigantes
que los guardan. Entre ellas figura esta que voy a contar hoy, por ser de las
menos conocidas y de características muy diferentes a las demás, más parecidas
a las de otros lugares.
Hace muchísimos años
que gobernó en un lugar de Galicia,
según cuenta la leyenda, un rey llamado Cintoulo.
Tenía su castillo cerca de Mondoñedo,
aun cuando esta ciudad no existía en aquellos tiempos, pues fue fundada en una
época muy posterior, si bien se asentó en el mismo o próximo emplazamiento de
la anterior, que llevaba por nombre Bría.
El rey Cintoulo era padre de una hija hermosa
como la diosa Bandía o Ceres y, cual
ella, muy querida de todos los súbditos de su padre, nobles y plebeyos; y no
sólo por su hermosura, sino también por sus bondades.
La riqueza material
del rey Cintoulo era tan famosa como
sus nobles condiciones morales. No es de extrañar que otros reyes de más o
menos lejos de sus estados quisieran emparentar con él, casándose con la
princesa Manfada, su hija.
Por esto, los reyes
y magnates de diversos estados solían hacer muchas visitas al rey de Bría, y durante aquellas se celebraban grandes
fiestas y la gente se divertía y vivía feliz.
El rey Cintoulo no tenía prisa por casar a
su hija, ni la princesa sentía grandes deseos por casarse. Todos sus pretendientes
eran hombres rudos, que habían ganado el trono o el poder valiéndose de
guerras, sublevaciones, traiciones y asesinatos, y todo aquello hacía
estremecerse a la princesa y recelar al padre.
Una mañana de
risueña primavera llegó a Bría un
joven conde. Pocos escuderos le acompañaban; pero entre ellos los había viejos
y jóvenes, y a todos trataba con familiaridad y amablemente; y todos tenían
para él las mayores alabanzas, respetos y, al mismo tiempo, un profundo cariño
de sincera hermandad.
El conde se hizo
simpático desde el momento en que se iniciaron los primeros saludos; por
primera vez la princesa Manfada sintió
latir su corazón de un modo que la emocionaba y atraía hacia aquel joven
gentil, elocuente y sencillo, que, además, sabía canciones y romances llenos de
palabras acariciadoras.
Pero aconteció que,
al poco tiempo, entró por las calles de la ciudad otro cortejo. Llegaba con
gran estruendo de trompetas y atabales, con tropel de caballos y hombres de
armas.
Aquella cabalgata
dispersó toda la gente que allí se divertía y acampó como en plaza conquistada.
Después, el jefe, que era un hombre barbudo y ya no joven que empezaba a criar
prominentes grasas en el vientre, envió al castillo real sus mensajeros para
hacer saber a Cintoulo que el
poderoso rey Tuba de Oretón acababa
de llegar y que deseaba ser recibido para tratar de su casamiento con la
princesa Manfada, añadiendo que, de
no ser recibido en seguida, asaltaría el castillo, pues venía decidido a
llevarse a la princesa de buen grado o por la fuerza.
Esta embajada
produjo un estremecimiento de terror general en el palacio de Cintoulo. El conde Hollvrudet se ofreció para luchar personalmente con el rey de Oretón. Era diestro en el manejo de las
armas; un profundo amor que en él había nacido le daría ánimos para vencer.
Todo tendría solución si las buenas hadas le ayudaban. Tal fue la respuesta que
dieron a los enviados de Tuba.
Pero Tuba era un brujo, un brujo
nigromántico de mucha sabiduría. Comprendió que, torpe de movimientos como era
por su gordura, no podría luchar contra aquel joven ágil y fuerte. Reunió al
momento junto a sí los otros brujos que con él venían como consejeros y ayudantes
y tramaron en seguida un encanto para vengarse de la actitud del rey Cintoulo para con ellos.
El estruendo
horrible de un trueno enorme hizo retemblar la tierra toda de Bría; la ciudad se derrumbó ante el
espanto y terror de las gentes que huían despavoridas; piedras y vigas caían
sobre ellas, aplastándolas. Todo pereció.
Pero el conde Hollvrudet pudo, sin embargo, llegar
hasta el rey Tuba y lo atravesó con su
espada; pero, cuando volvió camino del castillo vio con terror que había
desaparecido, tragado por un gran abismo que allí se abría; sólo pudo
contemplar, estremecido de pavor, una enorme cueva. Penetró en ella ansioso; pero
no halló más que unas fantásticas columnas de toscas piedras, unas venas de
agua que corrían por el suelo y serpientes que se arrastraban y lechuzas que
batían las alas con desesperación entre las tinieblas de aquella caverna. De
gentes, muebles y riquezas, nada...
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega
Fotografías
en :
http://alianzagalega.blogspot.com.es/
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