EL FANTASMA BLANCO DE LA
TORRE
En la
cumbre de una colina que hay entre las parroquias de Seixalvo y Rebordelo,
cerca de Orense, se veía, aún hace
pocos años, pequeños montones de piedras labradas de cantería, restos de un
castillo medieval que allí se había erguido, potente y orgulloso.
El señor de aquella
fortaleza era un hombre gentil y membrudo, en lo mejor de su vida, pues andaría
por los treinta y cinco años, y guapo como un arcángel. En sus ojos oscuros brillaba
una mirada centelleante y en sus finos labios se dibujaba una sonrisa diabólica.
El señor don Lopo Ramires era además
apasionado y anidaba en su corazón ansias de un loco amor por cada muchacha
bella o garbosa que encontraba en su camino , ya fuese hidalga o plebeya, pues
no reparaba en castas.
Habitaba en una parroquia
no muy distante del castillo un viejo labriego, colono de otro señor que tenía
su casa fuerte algo distante del castillo de don Lopo. El viejo tenía una hija hermosa como una mañana de primavera,
blanca de carnes como las azucenas y rubia de cabellos como las mismas hadas.
Quiso su mala estrella que una tarde acertara a pasar por delante de su puerta
el señor del castillo, don Lopo.
La joven, al oír el
galopar del caballo, salió curiosa a ver quién era el que pasaba. Su mirada se
cruzó con la del varonil y guapo caballero que, admirado de la hermosa rapaza,
tiró de las riendas del corcel, haciéndole parar en el camino.
-Hermosa niña: ¿queres
hacerme la fineza de darme una taza de agua?. Tengo una sed que me mata - dijo el caballero.
-Se
da doy, sí, señor - y
el latir de su coruzon a golpes nerviosamente acelerados, pareció que se le
hacía subir al rostro todo el calor de su cuerpo, encendiendo sus mejillas con
el color de las amapolas. Fue a por el agua y volvió en seguida con el cuenco, que
ofreció al señor.
Se Inclinó este sobre
la muchacha como para coger la taza; pero, cual súbito relámpago, rápidamente
la abrazo con sus membrudos brazos, la levantó en alto y, poniéndola tendida
ante si en el caballo, picó espuelas y salió a todo correr.
Tal fue la sorpresa y
el asombro de Mingas, que ni
siquiera dio un grito pidiendo socorro. Cuando se dio cuenta de su situación, ya
el caballo galopaba por caminos despoblados y solitarios.
Llegado que hubo al
castillo, el caballero llevo a la joven a un aposento de la torre y le dijo:
-Ahí, en esa arca que
ves, hay hermosos vestidos que puedes ponerte. Entre tanto voy a dar algunas órdenes;
volveré en seguida.
La afligida muchacha se
sentó sobre un cojín y, apoyando su cabecita sobre el asiento de una silla
tapizada que allí había, amedrentada, lloró amargamente. ¿Qué pensaría su padre cuando llegara
a casa? ¿Qué iba a ser de ella?
En su interior brotaron
multitud de pensamientos, ideas y miedos que le hacían estremecerse. Pero, de
pronto, miró hacia la puerta, se irguió y fue corriendo para cerrarla y
atrancarla en un impulso instintivo de defensa frente a los temores que la tenían
sobrecogida.
Muy pronto alguien se
acercó por la parte de fuera e intentó abrir, lo que no pudo conseguir.
Entonces batió con los nudillos; pero Mingas
ni se movió ni pronunció palabra alguna.
-Ábreme, nena -dijo la voz de don Lopo; y como no le abrió, repitió,
volviendo a batir más fuerte-: ¡Ábreme, nena!
El mismo silencio.
-¡Si no abres, haré que
derriben la puerta!.
Pero Mingas seguía callada y quieta; La única
señal de vida que daba era el fuerte y rápido latir de su corazón.
Pasó algún tiempo. No
podría saber si fueron dos horas o si fueron cuatro; al fin volvieron a batir
en la puerta y Mingas oyó la voz de su padre, que la llamaba tembloroso:
-¡Nena, Minguiñas!
Sin darse cuenta de lo
que hacía, instintivamente, Mingas fue a la puerta, la abrió y se abrazó a su padre,
sollozando. El viejo lloraba también.
Pero su padre no estaba
solo. Cuatro hombres del castillo lo tenían sujeto; y a su lado, don Lopo contemplaba a la pobre muchacha,
estremecida por el miedo, con ojos centelleantes y una sonrisa demoniaca en los
labios.
Rápidamente, Mingas subió a saltos las escaleras que
había junto a la puerta y salió altercado de la torre seguida por don Lopo. Tras ellos subieron los otros,
conduciendo al padre de la joven.
-¡No te acerque o me
arrojo de la torre abajo! –gritó la muchacha, al lado ya de las almenas y
mirando al señor, que no se atrevía a acercársela, temiendo que la infeliz
cumpliera su amenaza.
-¡Si quieres salvar a tu
padre, ven junto a mí! –le dijo colérico don Lopo -. ¡Si no vienes, será él quien caiga desde la torre! - e
indicó a los hombres que llevasen hasta el borde del terrado al desdichado
viejo.
No se sabe cómo fue;
pero en aquel mismo momento, padre e hija, abrazados, se arrojaron al espacio y
fueron a estrellarse sobre las losas del patio.
Y la leyenda dice que
una noche, pocas después de la muerte de Mingas
y su padre, cuando el señor don Lopo paseaba
su saudade o su desesperación por el camino de ronda sobre los muros del
castillo, una nubecilla blanca, que parecía la sombra de una mujer, lo envolvió
con su niebla y se lo llevó por el aire. Más tarde; apareció también tendido
sobre el enlosado del patio, con la cabeza destrozada.
Y se cuenta que en las
noches claras de luna se veía algunas veces aquel fantasma blanco que se posaba
en la vieja torre del castillo.
Y como el señor don Lopo Ramires no había dejado herederos,
todos los servidores del castillo marcharon de allí y la fortaleza fue
derrumbándose como si el mismo diablo la destruyera, sin que nadie se atreviera
a poner en ella sus manos.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de
Alianzagalega
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