EL PUENTE DA
FREIRA
Era por el año 791.
Uno de los primeros días
del mes de mayo, en la pequeña aldea de C., no muy distante de la orilla del
mar, situada en el valle a los pies del monte N., estaban de fiesta.
Las campanas de la humilde
iglesia del lugar sonaban alegremente. Todos los vecinos, con la ropa de los
días de fiesta y mostrando la mayor alegría en sus semblantes, se dirigían al
templo. Delante de la comitiva iban del brazo un apuesto doncel y una linda
muchacha. Él vestía sus mejores galas; ella ceñía su cabeza con el blanco velo
de las desposadas.
El era un hidalgo del
lugar que, después de guerrear contra los moros, iba a casarse con la elegida
de su corazón, huérfana de otro hidalgo muerto hacía algunos años, luchando por
la misma causa.
En el atrio de la iglesia
aguardaba el anciano sacerdote a los que iban a unirse para siempre ante Dios.
Pero, cuando llegaban a la
puerta de la iglesia, se oyeron los roncos sonidos del cuerno de los alarbes.
Todos quedaron sorprendidos y absortos, preguntándose lo que aquello podría
significar. Un muchachito de diez a doce años, que llegó corriendo casi sin
aliento, los sacó de dudas, diciendo con espanto:
-¡Los moros, los moros!...
Todo fue confusión y dolor
en la, momentos antes, alegre aldea.
El anciano sacerdote, las
mujeres y los ancianos suben hacia la cumbre del monte, donde procuran
refugiarse. Los hombres, armados a toda prisa, los siguen poco después,
dispuestos a dejarse matar antes que ver a sus hijas, hermanas o novias presa
de los aborrecidos infieles o sirviendo de esclavas en el harén.
Aún no bien empezaran a
remontar las primeras estribaciones del monte, cuando vieron a los moros
avanzar por el valle, al galope de sus briosos caballos.
Dieron los nuestros la
cara para tratar de impedirles el paso mientras las mujeres buscaban cobijo en
el monte, en un lugar convenido, donde habrían de ir a buscarlas los hombres si
lograban triunfar.
Se trabó la lucha, pero, a
pesar del heroísmo de los valientes y desesperados gallegos, la superioridad de
los moros era mucha y, poco a poco, fueron cayendo unos tras otros los
esforzados defensores, no sin cobrarse con las vidas de los enemigos las que a ellos
les quitaban.
El pequeño que llevó la
mala noticia de la llegada de los mahometanos había hallado un escondite entre
los escombros de una casa derruida y logró huir para llevar noticias a los
fugitivos del monte, que fueron, otra vez, bien tristes.
Ancianos, mujeres y niños
llegaron al lugar donde creían poder hallarse alejados del peligro. Era en lo
más alto del monte, un lugar que tenía en medio un profundo barranco que podía
salvarse sólo por una especie de puente hecho con el tronco de un roble, puesto
de tal forma que podía recogerse desde el otro lado, quedando así aislados por
completo.
Pero una exclamación de
dolor y desaliento salió de todas las bocas. ¡El puente había desaparecido!
No había por allí otra
manera de remediar la falta. La última esperanza que les quedaba era que los
hombres pudieran contener y vencer a los moros.
Mas pronto les llegó la
noticia tristísima de que no podían tener esperanzas. El chiquillo les llevó la
certeza de que los defensores de la aldea habían sido vencidos y que los
infieles probablemente no tardarían en llegar a la cumbre del monte.
Todo se volvió gritos y
sollozos; no sólo se lloraba por los muertos, sino también por el peligro que
se acercaba para los vivos.
La novia, no sabiendo de
un modo cierto si el que habría de ser su esposo había sido muerto o solamente
herido, decidió sacrificarse por todos y, arrodillándose ante el anciano
sacerdote, hizo el solemne voto de consagrar a Dios los días de vida que le quedaran
si los salvaba de aquel peligro.
No bien el sacerdote
admitió el voto, la novia, como si obedeciese a una inspiración del Cielo, se
despojó del blanco velo de desposada que hasta entonces había llevado. Lo
envolvió y, teniéndolo cogido por uno de los extremos, lo lanz6, desplegándolo,
sobre el barranco. Se alargó el blanco tul y tocó en la otra orilla, quedando sobre
el abismo a manera de puente. La novia, llena de fe, puso su planta sobre el
paso improvisado, que adquirió la dureza de la piedra. Pasada al otro lado, con
el sacerdote a la cabeza la siguieron todos, dando gracias a Dios por el
milagro que había hecho. Acababa de pasar el último cuando en la cumbre
aparecieron los moros.
Paralizados por el terror,
los fugitivos no tuvieron ni ánimo ni tiempo para recoger el velo, cortando así
el paso a los enemigos, y cayeron de rodillas rogando a Dios que hiciera otro
nuevo milagro que los librara de sus perseguidores.
Los moros, ya creyendo su
presa segura, lanzando gritos de triunfo, y pretendieron pasar el puente...
Pero, al llegar al medio,
el que iba delante sintió que se hundía la piedra bajo sus pies y, abriéndose
en dos el puente, cayó al abismo lanzando una maldición. Sus compañeros,
estremecidos de horror, dieron vuelta desapareciendo para siempre, mientras al otro
lado los fugitivos, de rodillas, entonaban la más ferviente oración de gracias
a Dios que por dos veces les había mostrado su poder librándolos de caer en
manos de sus enemigos.
Pasado el peligro, antes
de volver a sus hogares quisieron recoger el velo. No pudieron conseguirlo:
conservaba la dureza de la piedra, habiéndose cerrado el hueco por donde cayó
el jefe moro. Allí quedó, pues, sirviendo de puente y como prueba del milagro hecho
por Dios aquel día.
La novia cumplió su voto
en el vecino monasterio de M., eN donde murió tenida por santa; y el puente, eN
recuerdo suyo, fue llamado <<el puente da Freira>>.
Todavía hoy puede verse en
el monte N., sirviendo de pasadizo del barranco, la blanca piedra a que esta
leyenda se refiere.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de
Alianzagalega
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