domingo, 21 de agosto de 2016

EL TRONANTE DE MEDELA










EL TRONANTE DE MEDELA
Se cuenta, y el cuento, que se da como hecho real, viene ya de muchísimos años atrás, que el cura de Santaya de Probaos (ayuntamiento de Cesuras, partido judicial de Betanzos) era un hombre tan bueno y tan santo, que su fama llegaba más allá de las tierras de Bergantiños y Barcala. El día de la fiesta patronal convidaba a comer a todos los pobres que a Santaya llegaban, y había que ver lo exquisito del caldo que para ellos hacía disponer el buen párroco, con su tocino y chorizo y abundantes patatas y, para acompañarle, sus buenos molletes de pan de trigo que él mismo repartía en grandes trozos. Y para todos había, gracias a Dios, que le proporcionaba al bueno del cura en sus tierras ricas cosechas de centeno y trigo que eran un milagro.
Le querían tanto sus feligreses, que en el tiempo de las sementeras, como en el de las siegas o la trilla, acudían complaciéndose a servir a quien tanto les valía y ayudaba con consejos y avenencias, si por caso tuvieran desavenencias entre ellos, como suele suceder entre hombres de todas las castas.
Pero el caso fue que un año empezó a llover y descargó una gran tormenta cuando la era del señor cura estaba cubierta de haces de trigo y la trilla iba ya a media mañana. Aquel año fueron muchos los ferrados de pan que se perdieron para el santo hombre y no pocos también los que se pudrieron en los graneros de sus feligreses.
Lo peor fue que el año siguiente, coincidiendo también con la trilla del párroco, otra tremenda tromba de agua, producida por la tronada aterradora que estalló con gran estruendo y no pequeños daños para todos los de la parroquia de Santaya, se repitió la catástrofe. Y así aconteció los subsiguientes años, tan desafortunadamente, que, amaneciendo días claros y limpios de nubes y luciendo el sol en todo su esplendor, de repente se entoldaba el cielo y los truenos retumbaban en los campos, a la vez que las torrenciales lluvias lo encharcaban todo.
Se decía que aquello no podía ser sino cosa del diablo o de brujas; tal vez las buenas obras y santidad del señor cura atrajeran en contra de él y de su parroquia las envidias de otras parroquias; tal vez el mismísimo diablo quisiera perderlo para tratar de condenarle, valiéndose de aquellos infortunios a fin de que renegara de Dios, que tanto le había ayudado siempre hasta entonces.
Pero llegó un día que, temiendo que no tendrían más suerte que en los años anteriores, acudieron a la casa rectoral, dispuestos para efectuar la trilla si por acaso fuere posible. Era en la víspera de San Juan de Medela, que tiene una ermita cerca de Santaya en la cual se celebra su romería.
El párroco, antes de comenzar a extender sobre el pavimento de la era los monllos de trigo, habló a sus feligreses diciéndoles:
Amigos míos: Hoy vamos a intentar nuevamente hacer la trilla de nuestro trigo; tengamos fe en que Dios nuestro Señor y el bendito San Juan de Medela han de apiadarse de nosotros y no nos dejarán de su mano. Os ruego que os dispongáis para la trilla; pero, pase lo que pase, no huyáis de la era, ni tengáis miedo alguno por lo que podáis ver, sea lo que fuere.
Después de esto, hizo llevar a la era un viejo armario que tenía en la bodega; en él se metió con un libro en la mano y se puso a rezar.
Pero cuando los trilladores, después de colocar las filas de monllos extendidos por la era, empezaron a golpear volteando los pértegos, estalló la tormenta con más fuerza que nunca. Los relámpagos y los truenos se sucedían sin tregua y los nubarrones, abriéndose, derramaron toda el agua de que iban henchidos. Los trilladores tuvieron un primer impulso de huida; pero, recordando las palabras del párroco, siguieron golpeando con los mayos en el trigo, a pesar de que la lluvia arreciaba en fuerza y cantidad. El señor cura, dentro del armario, seguía rezando y conjurando.
De pronto, al tiempo de retumbar un trueno horrísono que hizo estremecerse a cuantos allí  estaban, vieron caer de las nubes como unas grandes tenazas de hierro; y poco después, tras otro espantoso ruido, unas zuecas grandísimas; y luego, entre una gritería satánica, cayó el tronante causa de las tempestades, ser espantoso que parecía un gigantesco mono, tan contrahecho, negro y peludo como demonio del infierno, que el verlo producía terror.
Entonces salió el señor cura del armario, con el libro en la mano, gritando conjuros y diciendo:
¡Matadlo, matadlo, para que nunca más pueda hacer daño a nadie!
Y los feligreses trillaron en el tronante con más fuerza y saña que en los monllos del trigo sobre los cuales había caído. Y la tronada y la lluvia se calmaron y volvió a salir el sol.
Y dícese que enterraron el maligno espíritu productor de las tormentas con las zuecas y las tenazas al pie de la ermita de San Juan en la víspera de la romería, ya que por su intercesión se rompió el conjuro.

Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

domingo, 14 de agosto de 2016

UNA LEYENDA REDONDELANA










UNA LEYENDA REDONDELANA

Esta leyenda esta tomada de un libro de viajes escrito por un caballero navarro llamado don Julián Medrano. Robert Southey, en sus Cartas de España y Portugal, al describir su paso por Redondela recoge también esta leyenda; a ella se refiere asimismo Annette M. B. Meakin, en su libro Galicia, la Suiza española.
Es el caso que, allá por el año 1520, en Redondela, un hermoso puerto de mar, casi al fondo de la ría de Vigo, había un famoso astrólogo y adivino muy estimado no sólo allí, sino en Vigo, Pontevedra y en la mitad de Galicia; y se le consideraba como si fuese el profeta Daniel. Este astrólogo se llamába Marcolfo y, sacando pensión de todos aquellos lugares marítimos, alcanzaba largamente para comer y aun para ser tenido como hombre de posibles.
Por su fama, su buena presencia y sus dotes de sabido, gozaba de gran consideración, de suerte que, sintiéndose en condiciones para tomar estado y gustándole extraordinariamente la joven hija de un patrón marinero, hombre principal, a la cual por su hermosura llamaban <<La linda Almena>>, la solicitó por esposa y se casó con ella.
Vivieron así Almena y Marcolfo contentos y dichosos y se extendió la fama del astrólogo por aquello de tener, además de sus conocimientos científicos, hermosa mujer y muchos ducados.
Pero esto fue su perdición, porque esa noticia tan halagadora para él llegó a los oídos de un gran pirata, el más ambicioso y cruel corsario que por aquellos tiempos surcaba el mar Océano como único rey sobre las aguas.
Y aquel pirata, conocido por el capitán Sempronio, sintió en su corazón el antojo de que aquella era una presa que merecía ser buscada y conquistada; y buscó en efecto, por todas partes y con cuantas mañas imaginar pudo, el camino y los medios para dar el asalto, que esta vez consideraba mucho más fácil que los abordajes a que estaba acostumbrado sobre las movedizas y agitadas aguas del mar y frente a los cañones que defendían las naves.
Había entonces en Redondela un santo patrón de una iglesia que estaba fuera del lugar y a alguna distancia de él, y cuya fiesta era privativa de los hombres, porque se trataba de cofrades que a ella pertenecían; las mujeres permanecían entre tanto solas en sus casas. Sempronio tenía buenos espías y fue informado por estos algunos días antes de la celebración de aquellos actos. Durante la noche anterior a la fiesta, el pirata arribó a un lugar muy próximo a Redondela y con unos cuantos de sus hombres se ocultó en sitio oportuno para llevar a cabo su plan.
Una vez que Sempronio recibió la nueva de cómo todos los hombres de Redondela habían comido juntos después de la misa y se dirigían a unos olivares donde solían divertirse con diversos juegos, seguro de que entre ellos estaba el astrólogo Marcolfo con sus adivinaciones y diciendo a muchos de sus vecinos lo que les había de acontecer, el pirata saltó con sus hombres armados a la casa del pobre astrólogo y entró en ella a saco, llevándose las cosas de más valor y riqueza que allí se encontraban. Y tomando a la señora Almena por un brazo, la metió dentro de su bergantín.
Después de cerrarla en su camarote, dio orden de desplegar velas y el barco salió mar afuera llevándose a bordo el rico botín.
Sabida la mala nueva de que el pirata había ido a Redondela, todos los hombres dejaron sus juegos y corrieron a la villa para tomar las armas; pero cuando llegaron ya había zarpado el bergantín del capitán Sempronio.
El triste Marcolfo, hallando su morada vacía, sin bienes ni esposa, se dirigió rápidamente a la ribera y se subió a una alta peña y, atando un gran pañuelo en el extremo de un palo, lo agitó en el aire y principió a gritar, llamando a su querida Almena y haciendo señas; pero el navío iba ya lejos y ningún caso hicieron a sus señales ni a sus gritos, no tardando en desaparecer. Entonces, el desesperado Marcolfo, desde lo alto de la peña que estaba a la orilla del mar, se lanzó de un gran salto y, cayendo sobre unos peñascos batidos por las olas, pereció entre las aguas.
Los de Redondela, apiadándose de su desgracia y condoliéndose de su muerte, viendo que no podían enterrarle en tierra santa, después de haberlo recogido, le abrieron un sepulcro dentro de unas peñas que están en medio del mar, a las cuales no se puede llegar sin barco.
Y así terminó aquel célebre adivino que no pudo adivinar su propia y terrible suerte.
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

domingo, 7 de agosto de 2016

LA LEYENDA DE LA MEIGA Y LA MUERTE










LA LEYENDA DE LA MEIGA Y LA MUERTE

Hace muchos años, una enfermedad asoló todas las orillas de mis dos mares y nadie podía detenerla. Morían las personas a cientos y ninguna meiga podía  frenar su avance.
La meiga más sabia y guapa de la comarca vivía en un viejo molino, en un lugar perdido en medio de una de las fragas mas frondosas de la montaña más inaccesible y hasta allí acudió una joven madre guiada por su desesperación, con su bebe de pocos meses infectado por la enfermedad.
Cuando llegó a la vieja construcción de piedra la puerta estaba abierta. Dentro la meiga parecía estar aguardándola y recogió en sus brazos al niño que ella le entregó sin mediar palabra y de una esquina un saco lleno de arenilla de piedra lumbre.
Bajaron juntas el camino hacia la playa. La meiga le indicó a la madre que recogiera las cosas que ella iría reclamando a lo largo del trayecto.
A un guerrero le pidió que cortara con su espada una rama pequeña de roble y se la entregara. A otro, una antorcha prendida.
Seguida siempre por la mujer y con el bebe en brazos la meiga alcanzo el arenal.
Construyo un círculo con piedras y cubrirlas con la piedra lumbre.
En medio del círculo la meiga, sostenía con una mano al niño que agonizaba apretado contra su pecho y en la otra la rama de roble. Con la mirada atenta vigilaba el camino del Norte. Sabía que por ese camino tenía que llegar la muerte para llevarse al niño.
La meiga arrimó la antorcha al punto del Sur. La piedra prendió y un círculo de fuego la rodeo a ella y al pequeño que apenas respiraba.
Sin dejar de mirar hacia el  Norte, levanto la rama de roble y apunto con ella hacia el lugar por donde esperaba ver aparecer a la muerte
La muerte acudió en busca de su presa a los pocos minutos.
Reclamó a la meiga que se lo entregara. La meiga la miro, sonrío y se negó, Sabia que si pasaba la hora, si el plazo de entrega vencía.
Dicen que la muerte no puede atravesar el fuego de un círculo y que la rama de roble usada como arma defensiva paraliza su fuerza.
Enzarzadas ambas en un desafío de palabras, amenazas y retos,
De pronto, la muerte interrumpió su tono agresivo, bajo la voz y casi susurrando pregunto:
¿Por qué eres tan hermosa?
La meiga no tardó en responder
“Porque en cada amanecer del solsticio de verano voy a la fuente para mojar mi rostro con la flor del agua- y casi sin pausa añadió- Puedo enseñarte cómo hacerlo”
“Podríamos hacer un trato. No me está permitido, pero si tú te detienes. Si  hasta el día del solsticio descansas y no te llevas a nadie en ese tiempo, te enseñare como debes recoger la flor de agua para ser hermosa”
Desde siempre la muerte ha querido se amada, deseada, respetada y aceptada como la druida. Y hermosa como ella.
Y acepto.
Y determinaron el lugar donde se encontrarían un poco antes de amanecer del día del solsticio de verano.
La enfermedad desapareció. Durante el tiempo convenido nadie más enfermó ni murió.
Y el día del solsticio la meiga acudió a su cita como había prometido.
Descubrió que la muerte se había adelantado y paseaba de un lado a otro frente a la fuente.
Al llegar a su altura la inquietud se volvió impaciencia. Antes de que pudiera preguntar nada la meiga se arrimo a la pileta de la fuente.
“La Flor del agua es –explico mientras levantaba la vista vigilando el cielo- el primer rayo de sol que se refleja en el agua. Has de ser muy rápida. Cuando nace, tienes que recogerla entre las manos y la levantarla sin dudar hacia tu cara.
Las dos se colocaron una junto a la otra apenas separadas por unos centímetros.
El sol apunto en el horizonte y sus primeros rayos alcanzaron la superficie del estanque y se reflejaron en el cómo en un espejo maravilloso.
La meiga sostuvo entre las palmas de sus manos la flor del agua y la levanto rociándose la cara con ella. Su rostro se iluminó intensamente y la piel adquiría la textura y la suavidad de una concha de nácar.
La muerte a su lado intentaba una y otra vez hacer lo mismo, pero fue imposible. Por más que lo intentó, no pudo recoger la luz entre sus oscuras manos.
La muerte no pudo apresar la flor del agua, porque la flor del agua es luz y la muerte es sombras y oscuridad.
No tenía nada que reclamar. La meiga  había cumplido su parte del trato.

Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega