sábado, 26 de marzo de 2016

LA CUEVA DEL REY CINTOULO (II)

















LA CUEVA DEL REY CINTOULO (II)

La de hoy es otra leyenda distinta de la que anteriormente he relatado, referente a la misma cueva, y dice así:
En la cueva del rey Cintoulo o Cintolo, cerca de Mondoñedo, dícese que hay un  encanto. Una princesa rubia, de cabellos como finísimas hebras de oro y de ojos color de cielo, que fue embrujada por un gigante muy malo hace muchos cientos de años.
Algunas veces, si el mortal que por allí pasa cuando empieza a alborear está limpio de pecado, puede verse a la rubia princesa peinando sus cabellos con un peine de oro y mirándose en un espejo de pulida plata que reluce como la estrella de la mañana. Un anciano con muchos años de existencia gastada, que me contó esta historia, ha jurado que siendo él joven la oyó quejarse una vez, pidiéndole que la desencantara. Pero nadie se había atrevido nunca a intentar tal hazaña, porque se desconoce el secreto de lo que es preciso hacer para lograrlo y, en cambio, se teme el peligro de muerte ante el fracaso de la aventura.
Cuéntase que quien pudiera desencantar a la encantadora princesa, se habría hecho más rico que un rey para toda su vida; porque aquella cueva, que es grandísima, se convertiría en un palacio con columnas de mármol color de rosa y oro; con salones de ricas maderas; con puertas y vigas y techos magníficamente tallados; con ventanales de vidrios de colores y reposteros y cortinajes de cendales y terciopelos. Y, siendo joven, podría casarse con la misma princesa.
Pero también decíase que aquel que intentase romper el encanto, si no lo conseguía sería destrozado y comido por un monstruo que vive en las profundidades de la cueva, guardando aquellos tesoros encantados con la bellísima princesa.
Este monstruo es tan grande como un hórreo y semejante a la coca que sale en la procesión del Corpus en Redondela, según dicen. Tiene unas garras que despedazan un buey como quien quebranta una nuez; su boca, en la que cabe un carnero entero, tiene unos dientes grandes y duros como el hierro y más poderosos que los de un jabalí; sus ojos al mirar parece que despiden chispas, cual si tuvieran el fuego del infierno.
¿Quién podría acometer tal hazaña?
Cuéntase que una yez, cuando todavía no se conocían las armas de fuego, dos hermanos que eran muy atrevidos y valientes discurrieron cómo podrían hacer para desencantar a la princesa.
Y fueron con una cuadrilla de perros muy fieros que tenían para la caza del jabalí, pues eran hidalgos que vivían en una casa fuerte, creo que por la parte de Ferrol o de las Puentes de Eume; e iban muy bien armados con unas a modo de bisarmas o alabardas muy fuertes, y además con espadas y dagas. Y llevaban teas resinosas para alumbrarse en el interior de la caverna y tenían también un libro sobre conjuros y busca de tesoros; no sé si sería el de San Cipriano.
Y entre los dos ya habían echado cuentas de cómo habrían de hacer el reparto: el mayor, que era el heredero, tenía la intención de casarse con la princesa; su hermano se quedaría con el castillo y todas las riquezas que pudieran hallar, dejando solamente a la princesa aquello que le perteneciera personalmente.
Se supo que los dos hermanos penetraron en la cueva... Pero nadie volvió a verlos jamás. Ciertamente debieron haber perecido en su temeraria expedición, puesto que, sin haber regresado al cabo de muchos días, se conoció su propósito por un pergamino que habían dejado en su morada y en la cual estaban escritos sus proyectos.
Véase cómo esta leyenda no desdice de la anterior, que se refiere a la misma cueva; por el contrario, parece la continuación o una segunda parte de ella, si no es una consecuencia; o, pudiéramos decir, ambas son dos capítulos diferentes de una misma y primitiva novela.





Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

sábado, 19 de marzo de 2016

LA CUEVA DEL REY CINTOULO (I)















LA CUEVA DEL REY CINTOULO (I)

La cueva del rey Cintoulo, que está en Supena, feligresía de Argomoso, cerca de Mondoñedo, tiene mucha nombradía y sobre ella hay muchas leyendas. Estas leyendas son casi todas de hadas, encantos, tesoros y magos o gigantes que los guardan. Entre ellas figura esta que voy a contar hoy, por ser de las menos conocidas y de características muy diferentes a las demás, más parecidas a las de otros lugares.
Hace muchísimos años que gobernó en un lugar de Galicia, según cuenta la leyenda, un rey llamado Cintoulo. Tenía su castillo cerca de Mondoñedo, aun cuando esta ciudad no existía en aquellos tiempos, pues fue fundada en una época muy posterior, si bien se asentó en el mismo o próximo emplazamiento de la anterior, que llevaba por nombre Bría.
El rey Cintoulo era padre de una hija hermosa como la diosa Bandía o Ceres y, cual ella, muy querida de todos los súbditos de su padre, nobles y plebeyos; y no sólo por su hermosura, sino también por sus bondades.
La riqueza material del rey Cintoulo era tan famosa como sus nobles condiciones morales. No es de extrañar que otros reyes de más o menos lejos de sus estados quisieran emparentar con él, casándose con la princesa Manfada, su hija.
Por esto, los reyes y magnates de diversos estados solían hacer muchas visitas al rey de Bría, y durante aquellas se celebraban grandes fiestas y la gente se divertía y vivía feliz.
El rey Cintoulo no tenía prisa por casar a su hija, ni la princesa sentía grandes deseos por casarse. Todos sus pretendientes eran hombres rudos, que habían ganado el trono o el poder valiéndose de guerras, sublevaciones, traiciones y asesinatos, y todo aquello hacía estremecerse a la princesa y recelar al padre.
Una mañana de risueña primavera llegó a Bría un joven conde. Pocos escuderos le acompañaban; pero entre ellos los había viejos y jóvenes, y a todos trataba con familiaridad y amablemente; y todos tenían para él las mayores alabanzas, respetos y, al mismo tiempo, un profundo cariño de sincera hermandad.
El conde se hizo simpático desde el momento en que se iniciaron los primeros saludos; por primera vez la princesa Manfada sintió latir su corazón de un modo que la emocionaba y atraía hacia aquel joven gentil, elocuente y sencillo, que, además, sabía canciones y romances llenos de palabras acariciadoras.
Pero aconteció que, al poco tiempo, entró por las calles de la ciudad otro cortejo. Llegaba con gran estruendo de trompetas y atabales, con tropel de caballos y hombres de armas.
Aquella cabalgata dispersó toda la gente que allí se divertía y acampó como en plaza conquistada. Después, el jefe, que era un hombre barbudo y ya no joven que empezaba a criar prominentes grasas en el vientre, envió al castillo real sus mensajeros para hacer saber a Cintoulo que el poderoso rey Tuba de Oretón acababa de llegar y que deseaba ser recibido para tratar de su casamiento con la princesa Manfada, añadiendo que, de no ser recibido en seguida, asaltaría el castillo, pues venía decidido a llevarse a la princesa de buen grado o por la fuerza.
Esta embajada produjo un estremecimiento de terror general en el palacio de Cintoulo. El conde Hollvrudet se ofreció para luchar personalmente con el rey de Oretón. Era diestro en el manejo de las armas; un profundo amor que en él había nacido le daría ánimos para vencer. Todo tendría solución si las buenas hadas le ayudaban. Tal fue la respuesta que dieron a los enviados de Tuba.
Pero Tuba era un brujo, un brujo nigromántico de mucha sabiduría. Comprendió que, torpe de movimientos como era por su gordura, no podría luchar contra aquel joven ágil y fuerte. Reunió al momento junto a sí los otros brujos que con él venían como consejeros y ayudantes y tramaron en seguida un encanto para vengarse de la actitud del rey Cintoulo para con ellos.
El estruendo horrible de un trueno enorme hizo retemblar la tierra toda de Bría; la ciudad se derrumbó ante el espanto y terror de las gentes que huían despavoridas; piedras y vigas caían sobre ellas, aplastándolas. Todo pereció.
Pero el conde Hollvrudet pudo, sin embargo, llegar hasta el rey Tuba y lo atravesó con su espada; pero, cuando volvió camino del castillo vio con terror que había desaparecido, tragado por un gran abismo que allí se abría; sólo pudo contemplar, estremecido de pavor, una enorme cueva. Penetró en ella ansioso; pero no halló más que unas fantásticas columnas de toscas piedras, unas venas de agua que corrían por el suelo y serpientes que se arrastraban y lechuzas que batían las alas con desesperación entre las tinieblas de aquella caverna. De gentes, muebles y riquezas, nada...
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

viernes, 11 de marzo de 2016

LA DONCELLA CIERVA















            LA DONCELLA CIERVA            

Me relataron esta leyenda hace varios años; me ha sido relatada en Doiras, al pie de la colina en que se levanta el castillo feudal conocido con el nombre del lugar.

Se dice que hace muchos años, cuando todavía los abuelos de nuestros abuelos no habían nacido, vivía en un castillo de tierras de Cervantes (hoy de la provincia de Lugo, partido judicial de Becerreá) un señor llamado Froyás, de ya más que media edad que tenía dos hijos: el mayor, varón, tenía por nombre Egas y su hermana, Aldara.

Los dos hermanos se querían mucho, y aun cuando la tierra es muy fragosa, algunas veces iban juntos a dar un paseo a caballo.

Aldara, que era una hermosa doncella, tenía un enamorado admirador, el joven Aras, hijo del señor de otro castillo de la misma comarca, y como sus padres no se llevaban mal entre sí, parecía que el casamiento no habría de tardar mucho tiempo en efectuarse.

Pero una tarde, a la hora de la comida no apareció Aldara en su lugar habitual. Preguntó su padre por ella, y preguntó también el hermano. Nadie supo decir nada, nadie sabía dónde podría hallarse. Se registró todo el castillo de arriba abajo; pero Aldara no apareció. Al fin, un ballestero que había estado de guardia en la puerta del castillo, dijo que la vio salir, al mediar la mañana, y que le pareció que iba hacia el riachuelo que corría al pie del monte en el cual se asentaba el castillo.

Temiendo una desgracia, allá fueron padre e hijo, con escuderos y criados, a recorrer la ribera. Pero nada pudieron encontrar a pesar de sus detenidas y minuciosas pesquisas.

Enviaron entonces un mensajero al castillo de Aras. El muchacho se presentó desconsolado, acompañado de sus gentes, y todos juntos emprendieron una búsqueda general por los montes y bosques de los alrededores y por las pallozas y caseríos; pero sin obtener mejor resultado.

Después de algunos días de indagaciones inútiles, y ya dada por definitivamente perdida Aldara, pensaron que podía haber sido muerta por algún jabalí o por algún oso, o tal vez destrozada y comida por los lobos.

Transcurrió mucho tiempo; ya nadie se acordaba de Aldara, de no ser su padre y su hermano, que todavía la añoraban a pesar de considerarla muerta.

Un día Egas, andando de caza, llegó a un bosquecillo de la montaña en busca de algún urogallo. Cuando volvía hacia el castillo con una pieza colgada de la cintura, quedó sorprendido al ver una hermosa cierva blanca como el campo de la nieve que retozaba plácidamente.

Armó apresuradamente la ballesta y con certero tiro envió una flecha a la cierva que, herida de muerte, cayó derribada sobre la hierba.

Fue tan rápido el encuentro, que no pensó en que estando solo y a pie no podría llevar aquella preciosa carga. Entonces, con su cuchillo de monte cortó una de las patas delanteras de la cierva, la guardó en su zurrón y, observando bien el lugar en donde se hallaba, pensando en volver con los criados que pudieran recoger y transportar la cierva, siguió camino del castillo. Cuando llegó, contando a su padre tan extraordinaria caza, sacó del zurrón la pata de la cierva.

Ambos quedaron horrorizados: en lugar de la pata, lo que Egas halló en la bolsa fue una mano; una mano fina, blanca, suave; una mano de doncella hidalga. Y en uno de los dedos de aquella mano lucía un anillo de oro con una piedra amarilla. El anillo que llevaba Aldara.

En seguida corrieron en loca cabalgada monte arriba, hasta el lugar donde Egas había derribado la cierva. Allí estaba, tendida en el suelo, la infortunada Aldara, con su vestido blanco en el que, junto al pecho, una gran mancha de sangre señalaba el lugar donde la flecha había herido el corazón de la joven. Y en un brazo faltábale Ia mano.

Aldara había sido, sin duda alguna, encantada en figura de cierva y sólo con la muerte recobró su cuerpo de doncella.

¿Qué gigante, qué mago la encantó y por qué? Jamás pudo saberse.

Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega