sábado, 19 de marzo de 2016

LA CUEVA DEL REY CINTOULO (I)















LA CUEVA DEL REY CINTOULO (I)

La cueva del rey Cintoulo, que está en Supena, feligresía de Argomoso, cerca de Mondoñedo, tiene mucha nombradía y sobre ella hay muchas leyendas. Estas leyendas son casi todas de hadas, encantos, tesoros y magos o gigantes que los guardan. Entre ellas figura esta que voy a contar hoy, por ser de las menos conocidas y de características muy diferentes a las demás, más parecidas a las de otros lugares.
Hace muchísimos años que gobernó en un lugar de Galicia, según cuenta la leyenda, un rey llamado Cintoulo. Tenía su castillo cerca de Mondoñedo, aun cuando esta ciudad no existía en aquellos tiempos, pues fue fundada en una época muy posterior, si bien se asentó en el mismo o próximo emplazamiento de la anterior, que llevaba por nombre Bría.
El rey Cintoulo era padre de una hija hermosa como la diosa Bandía o Ceres y, cual ella, muy querida de todos los súbditos de su padre, nobles y plebeyos; y no sólo por su hermosura, sino también por sus bondades.
La riqueza material del rey Cintoulo era tan famosa como sus nobles condiciones morales. No es de extrañar que otros reyes de más o menos lejos de sus estados quisieran emparentar con él, casándose con la princesa Manfada, su hija.
Por esto, los reyes y magnates de diversos estados solían hacer muchas visitas al rey de Bría, y durante aquellas se celebraban grandes fiestas y la gente se divertía y vivía feliz.
El rey Cintoulo no tenía prisa por casar a su hija, ni la princesa sentía grandes deseos por casarse. Todos sus pretendientes eran hombres rudos, que habían ganado el trono o el poder valiéndose de guerras, sublevaciones, traiciones y asesinatos, y todo aquello hacía estremecerse a la princesa y recelar al padre.
Una mañana de risueña primavera llegó a Bría un joven conde. Pocos escuderos le acompañaban; pero entre ellos los había viejos y jóvenes, y a todos trataba con familiaridad y amablemente; y todos tenían para él las mayores alabanzas, respetos y, al mismo tiempo, un profundo cariño de sincera hermandad.
El conde se hizo simpático desde el momento en que se iniciaron los primeros saludos; por primera vez la princesa Manfada sintió latir su corazón de un modo que la emocionaba y atraía hacia aquel joven gentil, elocuente y sencillo, que, además, sabía canciones y romances llenos de palabras acariciadoras.
Pero aconteció que, al poco tiempo, entró por las calles de la ciudad otro cortejo. Llegaba con gran estruendo de trompetas y atabales, con tropel de caballos y hombres de armas.
Aquella cabalgata dispersó toda la gente que allí se divertía y acampó como en plaza conquistada. Después, el jefe, que era un hombre barbudo y ya no joven que empezaba a criar prominentes grasas en el vientre, envió al castillo real sus mensajeros para hacer saber a Cintoulo que el poderoso rey Tuba de Oretón acababa de llegar y que deseaba ser recibido para tratar de su casamiento con la princesa Manfada, añadiendo que, de no ser recibido en seguida, asaltaría el castillo, pues venía decidido a llevarse a la princesa de buen grado o por la fuerza.
Esta embajada produjo un estremecimiento de terror general en el palacio de Cintoulo. El conde Hollvrudet se ofreció para luchar personalmente con el rey de Oretón. Era diestro en el manejo de las armas; un profundo amor que en él había nacido le daría ánimos para vencer. Todo tendría solución si las buenas hadas le ayudaban. Tal fue la respuesta que dieron a los enviados de Tuba.
Pero Tuba era un brujo, un brujo nigromántico de mucha sabiduría. Comprendió que, torpe de movimientos como era por su gordura, no podría luchar contra aquel joven ágil y fuerte. Reunió al momento junto a sí los otros brujos que con él venían como consejeros y ayudantes y tramaron en seguida un encanto para vengarse de la actitud del rey Cintoulo para con ellos.
El estruendo horrible de un trueno enorme hizo retemblar la tierra toda de Bría; la ciudad se derrumbó ante el espanto y terror de las gentes que huían despavoridas; piedras y vigas caían sobre ellas, aplastándolas. Todo pereció.
Pero el conde Hollvrudet pudo, sin embargo, llegar hasta el rey Tuba y lo atravesó con su espada; pero, cuando volvió camino del castillo vio con terror que había desaparecido, tragado por un gran abismo que allí se abría; sólo pudo contemplar, estremecido de pavor, una enorme cueva. Penetró en ella ansioso; pero no halló más que unas fantásticas columnas de toscas piedras, unas venas de agua que corrían por el suelo y serpientes que se arrastraban y lechuzas que batían las alas con desesperación entre las tinieblas de aquella caverna. De gentes, muebles y riquezas, nada...
Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega

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