sábado, 5 de diciembre de 2015

EL CASTILLO DE SOBRADA















EL   CASTILLO   DE   SOBRADA

En Sobrada, hoy del ayuntamiento de Arcos, en Otero de Rey, no hace muchos años que se veían aún restos del antiguo castillo feudal, donde, según la tradición, aconteció una tragedia.
Allá por el siglo XI, cuando el rey Alfonso VI luchaba valerosamente contra los moros, uno de los condes gallegos que no tenía ya resistencia ni ánimo para cabalgadas y guerras debido a sus muchos años, envió a su hijo, hombre varonil, fuerte y arrojado, al frente de veinte lanzas y cerca de doscientos vasallos bien armados.
Llevaba ya mucho tiempo ausente el joven Ruy de Sobrada, que tal era el nombre de aquel viejo y noble señor de la comarca de Arcos, cuando llegaron noticias al castillo de que la madre de doña Sancha, la esposa de Ruy, estaba muy gravemente enferma, hasta el extremo de ya no contarse con ella.
Después de pedir licencia a su suegro, doña Sancha emprendió viaje hacia el castillo de sus padres, acompañada de algunos antiguos servidores y llevando consigo al enano Alcoucel, que era para el viejo conde don Outel como el mejor perro de guarda para custodiar a su nuera.
Estaba una tarde el viejo señor de Sobrada contemplando tristemente la campiña desde la ventana de la torre donde tenía su morada; era la víspera de su ochenta aniversario y pensaba en el hijo que andaba guerreando contra los moros y del cual hacía ya mucho tiempo que no tenía noticias.
De pronto, se estremeció al oír la bocina que Alcoucel, sin duda, hacía sonar en las almenas del castillo.
¿Llegaba, pues, de vuelta su nuera?
Pero ¿por qué Alcoucel hacía aquella señal de alarma?
Al poco tiempo, vio entrar en la estancia al enano.
¿Qué quiere decir ese triste lamento de tu bocina? -le preguntó don Outel.
Quiere decir, señor mi amo, que debéis desconfiar de la señora doña Sancha, vuestra nuera.
Cuenta -le ordenó el viejo conde; y su mirada se anubló y las arrugas del temor trazaron surcos profundos en su frente y sus cejas se fruncieron.
Hace cuatro días llegó al castillo de Mirás un caballero; sólo llevaba consigo dos mozos bien armados, eso sí, pero su traza era de gente que parecía inspirar poca confianza. El caballero, que usaba una armadura oscura, ya un poco abollada, y sin escudo ni marca alguna, pidió asilo. Después de descabalgar, habiéndose enterado de que la anciana señora había fallecido en aquellos días, solicitó ver a la señora hija, doña Sancha, con la cual estuvo hablando a solas...
Pero, ¿quién era aquel caballero? -preguntó don Outel.
Nadie lo sabe. Yo apenas le he visto. Es un hombre requemado por el sol, muy barbado, de barbas negras y ojos brillantes...
¿Y después?
Permaneció en Mirás hasta que salimos para Sobrada; y a Sobrada ha venido, mostrándose siempre muy cariñoso y servicial con la señora condesa.
¿Está aquí? ¿Cómo no se ha presentado ante mí?
No lo sé, señor mi amo.
¿Dónde está?
En la torre del sur.
¡En la torre del sur! Es allí donde habita la condesa.
El caballero se alojó en el otro piso.
¡Oh! Pero eso... -y murmuró colérico-: ¡Juro a Dios que la honra de mi hijo será vengada!
La señora condesa doña Sancha, después de saludar a su suegro, se retiró a su habitación. Venía muy cansada del viaje y muy afectada por la dolorosa pérdida de su madre. Apenas reparó en la frialdad con que el conde la había recibido. Una gran alegría interior absorbía toda su atención, todo su interés.
Ya en su aposento, habla con sus doncellas de la sorpresa que guarda para su suegro en el próximo día de su cumpleaños. A pesar del reciente luto, piensa en la felicidad que habrá de traer para todos el nuevo día.
De pronto se oyen gritos: ruido de algo pesado que ha caído, Y casi al momento entra en la sala don Outel de Sobrada. Sus ojos relumbran como si chispearan; sus manos tiemblan; su boca no se sabe si ríe o hace una mueca de asco, de cólera o de pavor.
El conde coge violentamente de las manos a su nuera y tira de ella, casi arrastrándola hasta la ventana.
¡Mira para allí! -le dice con voz ronca y furiosa, mostrándole at pie de la torre, sobre las losas del patio, el cadáver de un hombre.
La condesa doña Sancha, en un estremecimiento de horror, grita entre sollozos:

-¿Qué ha hecho, señor? ¡Ha matado a mi marido! ¡Ha matado a su hijo!

Desconfia de tus impulsos, piensa

Santiago Lorenzo Sueiro
Presidente de Alianzagalega


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